Llevaba dos meses hablando con el mismo trozo de carbón. Con la pequeña navaja que llevaba siempre en el bolsillo, había tallado algo parecido a una cara en el lado más suave de la negra piedra.
Cuando se despertaba por las mañanas (o lo que él pensaba que era la mañana, ya que se le había vetado por orden de la naturaleza disfrutar del sol), lo primero que hacía era saludar al que en esos momentos era su mejor amigo. Con la afilada navaja, cambiaba el gesto que dominaba a la piedra. Según se despertaba, reflejaba su estado de ánimo en aquel trozo inerte ya que no disponía de espejo donde mirarse, aunque tampoco le hacía falta, ya que sus músculos cada vez más débiles denotaban en todo su ser el agotamiento físico y mental al que estaba expuesto.
Quería correr, huir, mirar más allá y ver algo más que aquel viejo candil oxidado por las inclemencias de un agujero húmedo sin vida. Había sido embargada su libertad sin previo aviso. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que Dios quisiera? ¿Hasta cuándo? Solo en esos momentos se acordaba de un Dios que sin rostro, se le venía a la mente unas veces para maldecirlo y otras para implorarle. Siempre se necesita algo a lo que asirse, aunque fuese un sustento efímero y frágil perdido de razón. Que mejor que algo en lo que no se cree para volcar en ello tus frustraciones, esperanzas y miedos, así, siempre se le echaría la culpa a alguien con quién jamás se podría discutir.
Daba vueltas en sus manos encallecidas a su nuevo mejor amigo. Cada vez que lo volteaba, los cantos se le clavaban recordándole que aún seguía vivo. Cuando algo duele recordamos nuestra existencia, cuando algo nos alegra, nos preocupamos por vivir.
Tenía tiempo, ahora sí que disponía de el, aunque maldijera una y mil veces haber deseado tener tiempo sólo para él. A veces los deseos de hacen realidad de la manera más irrealista y aunque en tu día a día juegas con esa posibilidad, nunca crees que te pueda suceder a ti, hasta que sucede.
Echaba de menos cosas simples e insípidas a las que nunca había dado importancia hasta el día de su confinamiento. Una hoja caer de un árbol, el viento que tanto le molestaba en la cara, los gritos insoportables de sus hijos, la mirada de su mujer, no poder llegar a final de mes. Todas esas cosas que le hacían ser él, antes sin importancia, ahora las necesitaba como el beber. Cómo necesitaba un buen vaso de agua.
Ya no le quedaban lágrimas, no por ganas, sino por desdén. Las lágrimas en ese momento, sólo servían para acelerar su estado de desnutrición, eran demasiado valiosas como para malgastarlas. Prefería sonreír, aunque no tuviese motivos. Sería que estaba llegando a un estado emocional atípico, no porque todo le diese igual, sino porque no tenía que disimular. Era lo único bueno de su entierro. O sería que algo bueno debía buscar antes que dejar a la locura se apresase de él.
En aquel agujero las cosas se podían confundir fácilmente. Una pequeña sombra podía parecer la silueta de su mujer, la luz del candil una pequeña vía de escapatoria, las rocas hundiéndose cada vez más el aliento de una salida, las voces en sus sueños pura realidad.
Sabía que llegaría. Llegaría el día en el que todo fuese una anécdota para contar. Sabía que saldría de ahí tarde o temprano y que con el paso del tiempo, su historia llegaría a ser leyenda. Y llegó. Sin saber cómo ni porque, llegó. Su libertad por fin regresó junto a él y la esperanza que en muy pocas ocasiones rechazó le abrazó y formó parte de él. Volvería a ver caer las hojas de los árboles, volvería a enfadarse cada vez que el viento azotase su rostro, volvería a oír los gritos insoportables de sus hijos, volvería a ver la mirada de su mujer, volvería a no poder llegar a fin de mes. La leyenda de su historia cabalgaría a lomo de su dragón color gris metalizado impulsado por la mano del hombre.
Mientras subía a lo que creía el cielo, pues había estado preso en lo más adentro del infierno, oprimía a su negro amigo cómo si aquel oscuro agujero por que el ascendía fuese en realidad el retorno al abismo, no podía creerlo. Lo apretaba tanto que no se daba cuenta de que lo estaba haciendo añicos. Al llegar por fin a su cielo y necesitar esa mano para soltar las riendas de su dragón como los héroes antaño , se dio cuenta de que su infatigable amigo, ese que rió y lloró con él, decidió quedarse en aquel pozo por si algún día alguien se perdía y así poder rescatarle como hizo con él. Y no pudo más que reír y no pudo más que llorar y no pudo más que estallar de felicidad.
El polvo en el que se había convertido su gran amigo, con los años como las leyendas, lo habría convertido en piedra.