Se levantó y miro al cielo. Su sed era cómo un huracán que la atrapaba por dentro. Las cadenas de la codicia la clavaban al suelo desierto de anhelos.
Su voz, sin palabras ni sonidos, imploraban unas pequeñas lágrimas para que así su sed le dejase por lo menos descansar. Se la olvidó llorar por los demás. Las lágrimas legítimas ya no tenían valor.
La penumbra de la avaricia caía por sus brazos doblegados al cansancio del peso de la intolerancia. Sus piernas arrodilladas musitaban plegarias legibles solo, tan solo a sus articulaciones. Sus hombros soportaban el peso de sus propios hechos sin razón común. Sus manos hastiadas por el dolor de la mentira buscaban la verdad. Su garganta preocupada en el pasado en alimentar se olvidó de beber para en el futuro poder florecer.
Mirando a algo sin nada, imploraba que se apagara su sed. Invocaba sin jamás antes haber hechizado ninguna situación una solución a sus lamentos, pues el estiércol de su propia codicia comenzaba a impedirle cualquier tipo de movimiento.
Pensamientos y sentimientos conjugaban una solución. Sentimientos vendidos a la envidia, guerras, religiones y estupor. Pensamientos dirigidos como marioneta en manos de un mal actor.
Y su voz en silencio se escuchó.
En el cielo, por encima de esa gran multitud de pensamientos y sentimientos una gran masa apareció. Y su voz sordina desapareció.
Una áspera masa que rugía. De un color blanco impoluto pasó a un color añil desencadenando en una patina negra. Rugía con fuerza, su voz si se oía, trasformando la oscuridad de su majestuosidad en luz por momentos. Lloró.
Sus lágrimas caían sin control ni destino. Caían encima de ella lavándola la mugre que la recorría. Lloraba desde su reino el cielo no por saciar su sed. Lloraba entre sus maldiciones y latigazos al suelo desierto de anhelos sin ningún consuelo. Y sus lágrimas se convirtieron en riadas que arrastraban su estiércol, envidia, odios y miedos. Y en aquel intento se llevaba lejos lo conseguido con esas amarguras, purgando todo lo bien o mal hecho. Todo, todo lo arrastró sin consideración.
Comenzó a amainar. Las lágrimas también se han de gastar, aunque sea fácil volver a atesorar. Y aquella masa blanca, añil y negra como el silencio se calmó. Y desde su reino, ahí en el cielo advirtió; no me pidas más llorar porque a ti se te haya olvidado Querida Humanidad, pues cada vez que vuelva y en tormenta o huracán me convierta no sólo me llevare tus miserias. Arrasaré con tus porquerías acumuladas por ti misma, destruiré todo lo que haya a mi paso porque mis lágrimas son el cúmulo de todo el mal que tú prodigas y cómo sentimientos ahogados en mis mejillas volveré cada vez que las emociones enterradas por tu codicia no quepan en mí ser. Y ten en cuenta la diferencia Quería Humanidad de tus lágrimas a las mías. Las mías son dulces impregnadas de verdad y las tuyas saladas bañadas por el dolor de tus actos sin compasión. No es advertencia sino realidad.
Y desde entonces, cada vez que sus lágrimas barren la porquería por la humanidad creada, esta se para a pensar por un momento olvidándosele tan pronto sus pensamientos, que las nubes cargadas de lágrimas de lamentos esperan el próximo reencuentro, sabiendo que sus viajes, serán por siempre eternos.