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La vida que yo creía que me esperaba después de pronunciar el “si quiero”, enamorada de un príncipe azul, perfecto y maravilloso a mis ojos y a los de los demás, no era más que un espejismo multitudinario. Como en las peores pesadillas, aquel maravilloso noviazgo plagado de amor y “estar hechos el uno para el otro” se convirtieron la misma noche de bodas en un calvario.
Prisionera en mi propia casa, anulada por completo y con miedo, mi único salvavidas era él.
Un día le traje a casa. Lo regalaban en una clínica veterinaria y no me pude resistir. Era una bola de pelo atigrada con unos ojazos verdes que me eclipsaron por completo. No sabía qué explicación daría en casa ya que me traería problemas… aunque sabía que hiciese lo que hiciese los tendría, así que decidí que esta vez, el problema lo crearía yo… no sería solo un desvarío transitorio para mi marido con el que machacarme una vez más. Esa vez sí, el problema lo había creado yo.
A pesar de reproches, gritos, zarandeos y alguna cosa más Cipri se quedó conmigo en casa.
En mi prisión de cristal lo único que me daba sustento era él. No sé como lo hacía, pero a pesar de estar dándose su paseo de todos los días por los tejados de la ciudad, cuando más le necesitaba siempre aparecía. Se acurrucaba a mi lado y me daba la patita lamiéndome la mano con esa lengua áspera que tanto caracteriza a los gatos. Se sentaba en mis rodillas, me miraba con esos ojos y me taladraba con su mirada y entonces brotaba de él un ronroneo que sonaba en mis oídos como una música celestial que me tranquilizaba.
Un día se enfrentó a mi marido por mí. No recuerdo que sucedió, solo que se abalanzó sobre él y me defendió. Un mico de apenas tres kilos saco toda la fuerza que yo no tenía dentro para a pesar de ponerse en peligro defenderme con lo poco que tenía.
Fue entonces cuando decidí que no podía seguir así. Una gran amiga me ofreció trabajo en Córdoba y armándome de valor, a pesar de tener más miedo que coraje me marché.
Aún recuerdo los últimos días en aquella casa tronchada por los celos, la incomprensión y el sentimiento de pertenecía que caía sobre mí, haciéndome tan débil física y sobre todo moralmente. Recuerdo como Cipri jugaba con el plástico de bolas que utilizaba para envolver lo poco que me llevé y como mi marido, a pesar de ni siquiera dejarme salir de casa hasta entonces, solo intentó echarme un polvo más encima de él.
Recuerdo ese par de días de mudanza con alegría sinceramente. Parecía como si Cipri me ayudará a decidir que llevarme y que no. Tampoco tenía mucho hueco en aquel Renault 5 de mi amiga, pero con qué cupiese el trasportín donde iba él, me era más que suficiente.
El día que nos marchamos mi marido me ayudó a bajar las cosas y meterlas en el coche alegremente. Tenía que seguir ejerciendo su papel de marido maravilloso y comprensivo ante los demás y dejó por un momento a la bestia encerrada en el armario. Mi amiga no me dejó a solas con él ni un segundo.
Cuando le indiqué a Cipri que se metiera en el trasportín no lo dudo ni un momento, de hecho creo que incluso me regañó por haber tardado tanto. Me miró, estiro el rabo, ladeo la cabeza y produjo un sonoro maullido. Cuando cerré la puertecita le di un beso en su hocico y le dije “ya está, nos vamos” y me volvió a maullar.
De camino a Córdoba se portó como un campeón. Lo tenía a mis pies y solo se quejaba cuando quitaba la mano del trasportín.
La verdad es que estaba muy asustada. A pesar de todo lo pasado y aunque sea incompresible seguía queriendo a mi marido y una bola en el estómago apenas me dejaba respirar. Las lágrimas no dejaban de fluir y muchas veces me nublaban tanto la vista que el camino que recorríamos me parecía más difuso que el que dejábamos atrás.
Cuando llegamos a nuestro nuevo destino y al abrir la puerta del coche, una bocanada de aire entró en mis pulmones, una vista diferente de lo que yo estaba acostumbrada y un aroma a azahar instintivamente esbozó una de las mayores sonrisas que jamás he podido alumbrar. Era libre a pesar de saber que no todo había terminado.
Saqué a Cipri del trasportín y le abrí la puerta. Sin pensárselo dos veces salió corriendo como un loco y comenzó a dar brincos. Cuando se tranquilizó vino a mí y se rozó contra mis piernas con su ronroneo particular pidiéndome que me agachara y lo cogiera. Por muy estúpido que pueda sonar, nos abrazamos.
Cogida de la mano de mi gran amiga Marmen y teniendo en brazos a mi niño, en cuestión de segundos supe que, a pesar de que iba a ser duro, lo íbamos a conseguir.
Pasaron los meses y ambos éramos muy felices. Cipri seguía dándose sus paseos, pero está vez en vez de por los tejados de una gran ciudad, lo hacía por los jardines verdes y árboles majestuosos que había por aquella zona de chales. La verdad es que el cambio no estaba nada mal.
En aquella época, cuando me miraba con esos ojazos verdes y me ronroneaba sentado en mi regazo mientras yo le acariciaba, de la daba las gracias por estar conmigo, defenderme y darme todo lo que necesitaba sin pedirme jamás nada a cambio. Sus miradas eran complacientes y sus gestos únicos y dedicados sola y exclusivamente a mí. Es un sentimiento tan grande, tan profundo que sé que a ojos que no hayan vivido algo así se escapa a su realidad.
Un día, Marmen y yo nos fuimos no recuerdo exactamente a qué. No me iba tranquila, porque Cipri no había vuelto todavía de su paseo y no me gustaba irme de casa sabiendo que él andaba por ahí. Montadas en el coche y dirigiéndonos a no sé donde, algo me punzó el pecho y le dije a Marmen que diese la vuelta, que teníamos que regresar a casa, algo pasaba. Al llegar a la puerta del jardín no lograba abrirla. Cuando por fin lo conseguí no sé porque pero comencé a llamar a Cipri. Desesperada al no tener contestación le llamaba más y más fuerte hasta que Marmen me increpó y me pidió que me callara… se oía un leve maullido. Me acerque y lo vi. Estaba tumbado en el césped con su precioso pelo brillante y largo estirado como si fuese una cara alfombra de angora. No se movía, lo habían atropellado y no sé cómo pero fue capaz de llegar hasta casa solo para buscarme. Le cogí en brazos y le puse sobre mi regazo para acariciarle y hacerle sentir que no estaba solo.
Murió en mis rodillas tranquilo y feliz, lo sé, sé que fue así. Parecía que el destino lo había puesto en mi vida hasta que encontrara el camino… y al igual que llegó de repente cuando más le necesitaba, se marchó cuando mejor estaba. Pero me seguía y me sigue haciendo falta. Y a pesar de que hayan pasado diez años desde entonces, a veces me parece oír su ronroneo cuando decaigo.
Y por muy triste que pueda parecer este final, realmente no lo es. Porque cuando pienso en él sonrío por todo lo que me dio y significó en mi vida. Porque el recuerdo que tengo es tan maravilloso que siempre me vienen a la mente esos enormes ojos verdes diciéndome tanto con tan poco.